OCAÑA Y SU PRIMAVERA (DEL PATITO FEO Y LA LUNA)



HEMEROTECA (¿?/¿04?/1982): 

Ocaña pinta angelitos verdes 


Las vírgenes ascendieron a los cielos a la altura de la cúpula de la capilla del antiguo Hospital de la Santa Cruz. Quedaron allí entre palomas, bendiciendo a los presentes y santificando los pétalos que angelitos de colores esparcían. 


Por la calle del Hospital, de Barcelona, se entra en el bellísimo patio hospitalario rodeado de antiguos edificios. Hacia las ocho de la tarde del 14 de abril, una muchedumbre invadió la capilla antigua, de considerables dimensiones, para asistir a la inauguración del montaje «La Primavera», de Pepe Ocaña, patrocinado por los Servicios de Cultura del Ayuntamiento. Brillaban por su ausencia las autoridades, los artistas consagrados y los críticos de arte, con unas pocas excepciones. Tampoco la televisión y otros medios de comunicación en cuanto tales estuvieron presentes, con otras tres o cuatro excepciones. Sin embargo, la escenografía de Ocaña es un fenómeno irrepetible por su riqueza, por su originalidad y por su atractivo. Y el público lo ha entendido así, y allí estuvo, y allí está cada día, llenando la capilla medieval, maravillado ante la exuberancia de este artista que representa su universo andaluz en la catalanísima institución hospitalaria de Colom.

«Ni creo en Dios, ni dejo de creer. Me gustan los fetiches» y Ocaña los hace de colores, asimetría, en papel maché.

Hacía tres años que Ocaña trabajaba en este montaje. Pintaba cuadros, hacía imágenes de papel maché, fabricaba flores de papel, alas, coronas. Tiempo atrás había realizado otra exposición memorable, también de óleos y de grupos de figuras, en la desaparecida sala «Mec-mec». Pero la de ahora habría de tener una mayor unidad, a pesar de su mayor variedad. Las obras realizadas fueron arrinconando a Ocaña, hasta dejarle apenas lugar para moverse en su estudio-vivienda de la Plaza Real.


El pasado 24 de marzo reunió a sus amigos en su piso, con motivo de su cumpleaños. Tres habitaciones estaban a rebosar de las más diversas obras, y en las otras dos, en el pasillo, por doquier, había que moverse con tiento para no romper nada o no ensuciarse con pintura. A última hora de la tarde, sus amigos se disfrazaron, tomaron velas e improvisaron una procesión, con la Virgen delante y el niño en brazos, por el pasillo en zig-zag, mientras las bocas imitaban el clásico redoble de las procesiones. Ocaña les detuvo en un recodo, con un gesto enérgico y sobrio, y le cantó una saeta a la Virgen, en un silencio sentido y perfecto.

A la Pastora la suben a hombros por las Ramblas en un cortejo de ángeles y músicos y el Padre Jesús con mantilla.

Cinco días después, los amigos de Ocaña llevaron en andas las enormes figuras y los cuadros, después de tirar al suelo un tabique del piso para poder sacarlos, desde la Plaza Real hasta el Antiguo Hospital, atravesando la Rambla. Un grupo de tres instrumentos les acompañaba interpretando música de jazz, popular y viva. Y la gente preguntaba.


Durante quince días, Ocaña y los suyos prepararon el enorme escenario que se habría de ver terminado el mismo día 14. Las casi mil personas que se apretujaban en el templo, entre las paredes llenas de cuadros y las capillas laterales adornadas con Vírgenes, pudieron admirar finalmente el altar mayor lleno de ángeles de papel maché y de carne y hueso, en una impresionante explosión de color y de luz, y luego a la Virgen de la Asunción que, saliendo del suelo fue elevándose poco a poco a los cielos pintados con estrellas, con la lentitud impuesta por una música de órgano, sagrada, mientras los ángeles vivos esparcían a manos llenas los pétalos guardados durante meses y para esta ocasión por las floristas de la Rambla, y dos o tres palomas revoloteaban en torno a la figura, de más de dos metros, de la Virgen. Aplausos.


El público se sentía feliz. ¿No ha estado pidiendo la gente, durante los últimos años, un arte vivo, una cultura «con marcha»? Allí estaban. ¿No se pedía también un regreso del arte a los orígenes, a lo popular, a lo perenne? Pues allí Ocaña ofrecía ese arte popular y sabio. ¿Y no hay ahora un clamor por encontrar de nuevo la comunión del hombre con la naturaleza? Eso es, principalmente, «La primavera» de Ocaña. En fin, la necesidad de no reducir Cataluña su cultura estricta, sino de enriquecerla con las otras culturas representadas por sus inmigrantes, tenía un claro ejemplo en la imaginería del mejor signo andaluz del artista de Cantillana.


Conviene imaginarse está capilla gótica, desnuda, que, por ello se usa como sala especial de exposiciones. El fondo de la nave ha sido convertido, en esta ocasión, en un enorme altar, sobre una tarima escalonada, que corona la Asunción, rodeada de numerosos ángeles y flores. En las dos capillas laterales pueden verse la Virgen del Rocío y la Virgen de los Pájaros, respectivamente. En el otro extremo de la nave, un «paso», de tamaño natural, con la Virgen Pastora, rodeada de corderos que manda un pastor. En las paredes, los cuadros. La impresión, desde el primer momento, es de fiesta, de alegría, de exuberancia, gracias al riquísimo colorido; y de religiosidad pascual y de mayo.

Tendrán que admitir que detrás del montaje hay un artista: Pepe Ocaña, con sus zapatos y sus gafas redondas.

Nos acercamos al altar mayor. Las figuras aladas, que de lejos eran ángeles, de cerca resultan ser de gente popular, sobre todo mujeres y chicos. Lo que el conjunto nos presenta como hermoso ideal, el detalle revela como realidad terrestre y cotidiana. Aunque debe decirse que también es válida la interpretación contraria: el pueblo, con sus características concretas, es elevado, por Ocaña, a la categoría angelical, sin idealización, como valor en sí mismo.


Vamos luego a ver la capilla de la Virgen del Rocío. Es una imagen muy popular, de color amarillo. Sobre ella prende la paloma del Espíritu Santo. Sin embargo, basta mirar esa paloma para ver que es un pato, el patito feo, quizá. Andersen, el marginado social y sexual, entendería esto. En esta exposición encontramos repetidamente el mismo fenómeno: lo espectacular, que llama primariamente la atención, se ve en cierto modo contrarrestado por esos detalles de ternura, de sencillez, de realismo popular, de ironía.


En la otra capilla, la Virgen de los Pájaros es un estallido de verdes: el fondo, verde claro, resulta de una calidad suave y aireada, en contraste con el verde del vestido de la Virgen flanqueada por palomas. Parece que la Virgen esté en una pradera primaveral, de flores de papel. Destaca en sus manos el pájaro que levanta como ofrenda. Su corona, en forma de estrella, lleva en las puntas cabezas de ángeles. El zócalo sobre el que se levanta la Virgen, es blanco, con extraños pájaros de colores, de formas retorcidas y colores subidos. Rodeándolo, ramos de flores, y una viejecita que sostiene un ramo de papel, de colores deliciosamente combinados, y que conjuga y se confunde con los adornos y vestidos de la mujer. Aquí vemos cómo la primavera unifica, gracias a la gradación de verdes y de flores, todo lo existente: cielo, Virgen, campo, mujer.


Pero esto es todavía más claro y patente en el «paso» de la Pastora y en el cuadro que cuelga detrás. El pueblo pintado aquí florece, es casi vegetal. La naturaleza armoniza el conjunto, pero sin necesidad de robar a lo singular los detalles reales. Aquí, y en todas partes, Ocaña contempla la fea realidad con ternura, y la inscribe en el marco espectacular de la naturaleza primaveral, como si recuperase la emoción de cuando era niño, cuando la naturaleza andaluza le invadía con toda su potencia.
Los doscientos cuadros que cuelgan de las paredes contribuyen a convertir este espectáculo en un universo, el universo de Pepe Ocaña, en su multiplicidad y en su unidad. Abundan sobre todo, los retratos, de sus amigos, de sí mismo. Es como si penetrásemos en el alma del artista y pudiésemos ver la eternización estética de sus amistades y del propio Ocaña, en diversos disfraces, de marginado voluntario, con el mantón y la peineta, en el féretro, muerto. Y cuadros de gatos, de Vírgenes, de procesiones, de mujeres en su casa; de esas mujeres que visten descuidadamente, pero que tienen la casa limpia. También en estos cuadros vemos la misma espontaneidad, aunque no hayan sido tan cuidados como las figuras de la imaginería. Ocaña aún no domina la pintura como domina estas imágenes de Vírgenes, de ángeles, de animales, pero su trazo ya es mucho más seguro que antes y, en algunos momentos, logra esa perfecta unidad, tan buscada por él de lo espontáneo y lo delicado, del conjunto admirable y el detalle real y significativo.


En el centro del crucero pende una luna gigantesca, blanca, humorística, como una réplica, femenina y demoníaca, del patito feo que está sobre la Virgen del Rocío. Quizá en ningún lugar se observa tan claramente el poder del artista y del andaluz como en la ironía de estas dos figuras dramáticas, el pato y la luna.

No hace dos iguales y les pone unos ojazos que para qué.

Decía antes que al entrar en esta capilla es como si penetrásemos en el alma de Ocaña. Pero esto no debe ser entendido como si la subjetividad del artista crease cuanto muestra. Tampoco en esto hay idealismo. Ocaña es específicamente mediterráneo: la realidad está fuera, con sus viejas, sus Vírgenes, sus ángeles, sus naipes, sus animales, sus hombres y mujeres populares, sus amigos, su primavera. Ocaña respeta el mundo como es y lo ama; su subjetividad lo ilumina, lo realza, lo expone artísticamente a la consideración de los demás. El alma de Ocaña es una alma de sabiduría ancestral, que conoce el secreto del equilibrio entre el hombre y el cosmos, entre el hombre y sus semejantes. Hay en este universo figuras dramáticas que nos hablan del dolor de ser humano, y también del sufrimiento del hombre concreto que es Ocaña. Pero aquella armonía no se rompe. Y por eso Ocaña la expresa con la alegría de la Primavera en el corazón desnaturalizado de la ciudad cosmopolita.

JOSÉ MARÍA CARANDELL.
Fotos: M. ARMENGOL Y COLITA.

Publicación: ¿?
Fecha: ¿?/¿04?/1982
Página: 90, 91, 92 y 93
Autoría: (texto) José María Carandell y (foto) M. Armengol y Colita

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