OCAÑA EN "OZONO" (DEL QUERER SER REINA Y DIVINA)



HEMEROTECA (¿?/06/1978): 

Ocaña, divina 

"De la vida no entiendo ná" 


¿Quién es Ocaña? Profesión: conocido travesti-pintor nacido en Sevilla y afincado hace años en las Ramblas, concretamente en la Plaza Real. Amores: la Macarena, Édith Piaf, Isadora Duncan, casi todos los hombres... Profesión: el espectáculo. Actualidad: una película, «Ocaña, retrat intermitent», estuvo en el Festival de Cannes de la mano de Ventura Pons. ¿Quién es Ocaña?


¿ES USTED TRAVESTÍ?

Es por todos sabido que el aprendizaje del rol masculino y femenino se inicia desde la infancia y en un despliegue informativo y codificador que abarca hasta los rebordes más sutiles del comportamiento. El hombre y la mujer ya adultos se encuentran, pues, en su cotidiano vivir, con unos hábitos gestuales, una determinada manera de engalanarse, de dirigir el pensamiento y el deseo, de concebir unos objetivos y formas de hacer que son justamente esos y no otros. Y pueden, y a veces se encuentran desconcertados y sin saber si su virilidad o femineidad es eso que hacen maquinalmente o consiste en alguna otra cosa desconocida. Lo que es cierto es que si se encauzan por el camino aprendido todo resulta más sencillo; al menos al principio, cuando toda la vida se pone en la satisfacción del primer deseo, de la primera necesidad del otro, la más vieja sociabilidad. Todos sabemos de la crueldad de los niños adolescentes hacia los marimachos o afeminados; quizás debido a que en la escuela nadie les mencionó nunca aquella cita de Orfeo: «Hubo en el origen de la vida el Caos Eterno, inmenso, increado, de donde todo ha nacido, que no es ni tinieblas ni luces, ni húmedo ni seco, ni caliente ni frío, sino todo mezclado eternamente uno y sin límites. Llegó un momento en que tras una duración infinita, a la manera de un huevo gigantesco, hizo emanar de sí mismo una forma andrógina, compuesta por la conjunción de elementos contrarios».
Se alega que todo este aprendizaje se encuentra en función del posterior rol social a asumir, pero parece ser que cuando se niega dicho rol, todavía no tocamos fondo, porque los probos ciudadanos así logrados aun en su marginación, asumen la labor de policías respecto a aquellos que han aprendido peor su papel. Y la respuesta a estos malos alumnos no es aún la crítica –por Dios, todos somos ya progres–, pero sí es una respuesta chirriante: se aceptan los márgenes, pero se excluyen, se codifican, porque fuera está el riesgo, el terreno resbaladizo, «el caos». Y si las mujeres se virilizan –según el modelo– para entrar en el mundo de los varones, se encuentran con que, salvo raras excepciones, son relegadas a ciudadanas de segunda categoría, y encima paren, y eso no está todavía previsto en el rol masculino.


Los malos alumnos del aprendizaje viril aún se niegan a entrar del todo en el modelo del rol femenino, quizás porque si la sociedad necesita hoy en día que las mujeres trabajen, no se ha planteado aún que los hombres paran, y esta dificultad hace que necesariamente su respuesta sea más límite, más salvaje. Los travestís forman un gheto aparte, violento, exhibicionista, orgulloso, a veces tierno. Tienen su lenguaje y sus códigos; proceden la mayoría de las veces de provincias, de lugares cerrados en los que su sensibilidad puede ser aún más maltratada, pero germinan y florecen en las grandes ciudades, allí donde se es anónimo y a la vez ofensivamente visible.


Su pasaporte es la reivindicación de todos aquellos formalismos que en su aprendizaje les han sido violentamente vetados: ornamentación, acción gestual, ostentosa exhibición de blandura, devenida ya astucia. Pero todo ello llevado al paroxismo, redescubierto en su límite por el espejo deformado de un aprendizaje posterior: el de la humillación y la burla. Recuerdo claramente el comentario de un amigo dicho al desgaire en el rellano de una escalera: «es que nosotras, las mariquitas, estamos expuestas a todos los riesgos». Y esa vulnerabilidad la revierten en ingenio ofensivo, en astucia, en descaro, en exhibición.
Necesariamente se dedican al espectáculo; como el viejo bufón se ganan la vida divirtiendo al probo ciudadano el sábado noche, en un despliegue de sabio y amargo ingenio en el que las mujeres se sienten eclipsadas y si los hombres salen fortalecidos, es sólo porque son vanidosos y se han apropiado la burla.

OCAÑA

Ocaña también se dedica al espectáculo, pero él no tiene patrón. Ocaña es su espectáculo y su patrón, milenario bufón hiriente que camina por la vida reivindicando su derecho a ser espectáculo sin dejar de ser persona.
«...A mí que me dejen de pamplinas las "políticas" y las "intelectualas", las homosexualas no somos seres aparte, ni maricas ni nada de eso, las homosexualas somos Personas, y amamos a los hombres, y a las mujeres, y a los chulos, y a los quinquis».
Y Ocaña sale a las Ramblas vestido de violetera con un ramo de rábanos en la mano, y Ocaña se deja halagar por los burgueses y jalear por las prostitutas, y mucho antes de que las Emmanuelles invadieran las pantallas españolas y los cabarets abrieran sus puertas a parejas copulando, Ocaña, en los Carnavales, y en las Jornadas Libertarias, y allí donde hubiera una fiesta, cantaba y reía, enseñaba su pito y se lo dejaba chupar entre los jaleos del enfebrecido público. Y mucho antes, en tiempos del franquismo, ya salía a pintar a las Ramblas vestido de angelito, y cuando la policía –sin poder evitar una sonrisa– le instaba a dispersarse, se embadurnaba la cara de pintura y se iba airado cantando a voz en cuello aquella canción: «Ay, yo de la vida es que ya no entiendo ná, el cardo siempre visible y la flor siempre pisá».
Al hombre le han enseñado a ser vanidoso y a luchar por ser importante; la sociedad les respalda y las mujeres le aman. El travestí reivindica una importancia más límite y más sangrienta, que sobrepasa el mero rol social: el travestí quiere ser Reina y quiere ser Divina; no quiere ser aceptado, quiere imponerse en un despliegue de ingenio, de afeites, de calor humano que justamente por su inevitable soledad, se comunica. Su objeto de identificación es esa mujer mítica, reina por un día, que por los vericuetos del deseo imperante se ha elevado salvando la cotidiana humillación, el manso aprendizaje.
Y Ocaña es la Reina por excelencia, al menos de las Ramblas, sobre todo para sus amigos.


LA MACARENA AL PODER

En la Plaza Real de Barcelona, en el segundo piso, un angelote coloreado de azul señala una puerta. Al lado, con un burdo rotulador, como una mera pintada callejera, una consigna: «La Macarena al poder». Dentro, el estallido de toda una iconografía que a pesar de las fiestas oficiales, la imaginación popular ha hecho suya: vírgenes, angelotes rotos, robados de una lápida descuidada, disfraces, sombreros, guirnaldas y cuadros, cuadros por todas partes, cuadros con caras abiertas al asombro y a la luz. Si rebuscamos, podemos encontrar también por ahí escondido, un nacimiento o un paso de Semana Santa, porque Ocaña cumple escrupulosamente, aunque a su manera, todas las fiestas que Andalucía, como ninguna otra tierra, ha sabido impregnar de sabor popular, de alegría, revirtiéndolas en mero conducto de su sentir.
Y a Ocaña le gusta el sentir popular porque es el suyo y porque, por encima de todo, ama la humanidad y la vida, y precisamente por eso acoge también con sabiduría la muerte. «Quiero que cuando me muera –suele decir– me hagan un gran entierro, y mi féretro sea llevado a hombros por un cortejo de griegos desnudos y, a ser posible, empinados». Y así fue su exposición en la Galería Mec-Mec de Barcelona, una explosión de guirnaldas, de colores, de gigantes y cabezudos, con su habitación ritualista en una esquina y su entierro andaluz en la otra, con su muerta y todo; y en medio, debajo, por encima, como una cosa más, sus cuadros: rostros de viejas, de niñas, de gatos, agrandados los ojos en el asombro del vivir. Y el mayor orgullo de Ocaña: «que a mi exposición van todos los días las prostitutas del barrio, que yo las veo, y las señoras con su cesta de la compra». Eso sí, y soy testigo, con un miedo supersticioso a entrar en la habitación del muerto.
También tiene Ocaña, como Ramoncín, su filosofía del triunfo social. «Ellos se creen que se ríen de mí, me toman por un payaso, pero yo les estoy utilizando». Porque para Ocaña también es importante el reconocimiento social; puesto que se han reído de él, puesto que ha sido un niño pobre andaluz que ha tenido que llamar señoritos a los ricos, ahora, ella, que es obrera pero reina, quiere que la sociedad le reconozca. Y lo está consiguiendo, y ya está en Cannes con su película dirigida por Ventura Pons. Y su asombro de que no lo conozcan aún en la capital no tiene falsos pudores. ¡Nenaa! ¿Todavía no me conocen en Madrid?
Aunque en realidad su mundo sea muy otro y lo que le guste sea volver de madrugada a la Plaza Real, siempre bien acompañado y saludando estruendosamente a sus amores de toda la vida, a los de verdad. Su gato Enrique, «Enrique, divino, ven pa acá...», «y tú, Macarena, hija de la gran puta, la más guapa de todas, la más reina, diviiiina...».

María Luisa MAILLARD

Publicación: Ozono, n.º 33
Fecha: ¿?/06/1978
Página: 45 y 46
Autoría: (texto) María Luisa Maillard y (foto) autoría desconocida

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