OCAÑA EN LO QUE QUEDA DE ESPAÑA (DE LA BEATA Y LOSANTOS)




ALGO ASÍ COMO LA EDAD DE ORO

Fueron años, aquéllos del 74 al 77, de una bohemia dorada e inverosímil. […] En la terraza del Café de la Ópera reinaba Ocaña, el pintor de su propio personaje, que se hizo muy amigo de Alberto [Cardín] y, por él, un poco de todos nosotros, incluso de los chicos que no “entendíamos”. Hay una película de Ventura Pons, Ocaña, retrat intermitent, que recoge algo del ambiente ramblero de unos años después, cuando la formal progresía catalana y hasta catalanista decidió bajar de nuevo a las Ramblas, pero en aquellos años de finales del franquismo y comienzos de la democracia las Ramblas eran un espacio tan abierto como marginal, donde los bares cerraban a las cinco de la mañana y siempre había un kiosko-librería abierto con las últimas novedades editoriales. […] Ocaña, pasados los años, aparece como el símbolo de aquel desmadre casero, de aquella bohemia tierna que a mediados de los setenta, cuando Franco vivía ya el verso de Quevedo, “presentes sucesiones de difunto”, floreció en Barcelona. Yo lo recuerdo vestido de Charlot paseando por las terrazas desmanteladas un día tremendo de frío y de lluvia, genio y figura, y también charlando cualquier noche en el Café de la Ópera, en las mesas del fondo, donde tomábamos chocolate todo el año y, en verano, café o té con hielo. Cuando no se veía obligado a vivir su personaje era Ocaña un ser tímido, receloso y un punto melancólico. Lamentaba el abismo entre el arte naïf autobiográfico y el abstracto de los “intelectuales e intelectualas” (que éramos nosotros), pero al tiempo sabía que nuestro respeto hacia él era tan sincero como nuestro afecto, y él correspondía desde una conciencia de alejamiento fatal de todo y de todos. No sé cómo Alberto no escribió una Vida de Ocaña, en el estilo valleinclanesco* que tanto le iba al personaje; bueno, quizás porque reñía con él cada seis meses para hacer las paces cada cinco.


Ocaña murió de una forma horriblemente novelesca, al incendiarse el traje de papel que llevaba en un carnaval de su pueblo, en Andalucía. Alberto lo vio en el hospital, antes de morir, y no sé si apuntaría en algún sitio aquella conversación. Pero cuando Ocaña murió, ni él era ya él, con su aterida alegría, su pobreza de solemnidad y su popularidad sin fama, ni las Ramblas eran las Ramblas, ni Barcelona era ya nuestra Barcelona. Hoy, Alberto y Ocaña han desaparecido, como muchos otros de los personajes menos brillantes, pero no menos vivos, que poblaron aquel escaparate de la España gay que se destapó antes que en ningún sitio en Barcelona. El sida ha terminado con muchos de ellos, como un ángel vengador de aquellos años de promiscuidad sin tasa, huelga de convenciones y fiesta de los sentidos. Hoy, aquel frenesí de los homosexuales nos resulta infantil, como las primeras fotos de actrices españolas destapadas, pero entonces tenía un sentido de búsqueda y afirmación de la libertad individual que sólo vivido como experiencia puede entenderse, y el que no vivió aquellos años tampoco puede entender lo que tuvieron de ingenua nobleza, de civilidad naciente.


Aunque desde fuera muchos bobos nos creían en una especie de promiscuidad absoluta, lo cierto es que, dentro del “ambiente”, la línea entre los “homos” y los “heteros” –ellos y ellas– estaba marcada con toda claridad, y se distinguía perfectamente al que vivía dentro de aquellas reglas no escritas de respeto a la diferencia del que bajaba a las Ramblas buscando “experiencias”, que solía ser objeto de amable burla. La provocación y el descaro de Ocaña y demás “locas” cuando bajaba llena la Rambla de turistas sexuales desaparecían ante los burgueses “sencillos” o los intelectuales inquietos de cintura para abajo y se transformaban en algo parecido a la convivencia de creyentes de distintas religiones en una misma ciudad, donde los “heteros” éramos los judíos de los que “entendían” y ellos los judíos nuestros. Como entonces no existía el sida, había, naturalmente, casos abundantes de conversión, pero que por lo común no pasaban del bautismo regado con alcohol. Otros, como Jesús Garay y yo, nos considerábamos los últimos vaqueros dispuestos a no arriar la bandera masculina frente a la avalancha gay que cercaba el fuerte y éramos tratados compasivamente por el loquerío como especie protegida en vías de extinción.


De aquel ambiente luminoso guardo el recuerdo de un día en los Baños de San Sebastián, lugar de esparcimiento tradicional del loquerío barcelonés, adonde íbamos toda la tribu cuando llegaba el verano. Alberto, Adolfo, Eliseo, tal vez Ocaña, hacían su agosto, generalmente inocuo, entre las casetas, mientras María y yo, Santiago y Loli, Gonzalo y Charo tomábamos el sol en la playa o nos chapuzábamos en la piscina para luego ir a comer, tarde ya, en alguno de los chiringuitos de la Barceloneta. El blanco y el azul de las maderas, el sol implacable, el calor húmedo, la luz, las risas y las sobremesas interminables se me aparecen, ahora que todo aquello ha desaparecido, como un entrevisto y perdido paraíso.

JIMÉNEZ LOSANTOS, Federico (1995): Lo que queda de España : Con un prólogo sentimental y un epílogo balcánico, Madrid, Temas de hoy, pág. 32-35.

Imágenes: fotogramas de Ocaña, retrat intermitent.

* Nota de LRDV: Cardín trazó un retrato de Ocaña en Renata Saldaña, uno de los cuentos de Detrás por delante.



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