OCAÑA, RETRAT INTERMITENT
Parece que esta década, cuyo papel en nuestra historia reciente es bastante definitivo, ha tenido –y esperemos que tendrá todavía– la virtud de provocar, entre otras cosas, unos cuantos reportajes que ahondan en ciertas realidades ibéricas, en ciertas formas de nuestra cultura. ¿O habría que decir mejor subcultura? "Queridísimos verdugos", por ejemplo, fue uno. Este "Ocaña", a la vez salvaje y estimulante, es otro.
Pese a las alegaciones de los interesados –retratista y retratado–, me parece que el interés de Ocaña no está en su obra como pintor, sino en su condición de personaje y provocador. Como pintor, debe de ser uno de los 300, pongamos, naifs que andarán sueltos por España y su provincia. Como personaje –y lo es, qué duda cabe– y como provocador, sus fantasmas resultan interesantes, y se erigen en emblema, capaz de explicar por sí solo muy sencillamente cosas de difícil o complicada explicación. No hay ternura, por ejemplo, en el personaje, porque no la ha habido en las condiciones que le han llevado a la marginación: justo en el momento de su soliloquio en que pretende jugar a conmoverse, no lo consigue, deja de ser convincente. Lo despiadado de su historia, bastante común –la misma, con más o menos variantes, que he escuchado de labios de Bibí Andersen o de Violeta ¡la Burra!, personajes por otro lado muy diferentes– conforman lo estricto de su rebeldía, de un sentido de la provocación regido por el más inexorable instinto teatral. Pons, con atinada intuición, ha olido muy bien ese lado del show business y ha procurado no ya realzarlo, sino llevarlo a las últimas consecuencias: de ahí la saeta a la Macarena en una tan reconstruida como desopilante procesión de Semana Santa, y la oda a García Lorca en un cementerio, dos piezas de oro en el Museo del Esperpento Nacional.
La alusión a García Lorca es interesante, asimismo, para situar a Ocaña. No es un contracultural –como Violeta, cuya ignorancia le lleva a transgredir los tabúes más impensables–, sino todo lo contrario. Tiene oídos lo suficientemente finos como para saber por dónde van los tiros: menciones a G.L., a Fellini, a Pasolini –aunque su conexión con los retretes revelan un conocimiento más bien superficial del tema–, y algunos que otros mitos culturales. Su noción de cultura, por suerte, permanece auténticamente popular. Su desprecio de los jóvenes universitarios de su pueblo, Santillana*, que regresan durante el verano y pretenden quitarles sus procesiones a las viejas, resulta admirablemente explícito. Más aún, en Cannes, en la rueda de prensa más divertida en la historia del Festival, cantó en verso a la Macarena, cuyo sentido no es otro que el de devolverle la religión al pueblo... Este excelente reportaje, que es más que eso, un retrato, posee aún otra cualidad, mayormente perceptible desde la Costa Azul que desde nuestras orillas mediterráneas. "Ocaña" es quizá la primera película parida en nuestro país, donde más claramente se respira un ambiente posfranquista. Dicho en otras palabras, donde más vivo aparece cierto clima de –no sé si llamarlo así– "liberalismo", inseparable de toda una tradición barcelonesa, y cuyo totem por excelencia son las Ramblas. (Algo que, dicho sea de paso, permite con lógica considerar como catalana una película donde lo único catalán de su lenguaje son los títulos de crédito.) Es algo que se respira en la manifestación gai de la conclusión –no filmada, por desgracia, pero evocada con eficiencia gracias a fotografías– y que remacha muy adecuadamente la explosión final y patética de Ocaña. Ahí reside su impacto en Cannes, sin ir más lejos. Porque Francia es ya incapaz de absorber el menor tipo de subcultura: Rutebeuf, Molière y Baudelaire, amén de varios siglos de grande culture pesan sobre sus espaldas. Nosotros, en cambio, aún podemos asimilar algo. Y es que alguna ventaja habíamos de tener, caramba.
José Luis Guarner
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Fecha: ¿?/¿?/1978
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Autor: JOSÉ LUIS GUARNER
Nota de LRDV:
* Cantillana.
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