DE LA DIOSA OCAÑA A SEBASTIÁN EL MÁRTIR
Coinciden en nuestras pantallas dos películas de contenido homosexual evidente y, sin lugar a dudas, afirmativo. En ellas, no se juega la trampa de productos anteriores, tipo Té y Simpatía o Los chicos de la banda, en las que un tratamiento ficticiamente objetivo del tema no hacía sino disimular una condena final, o la presentación del ser homosexual como enfermo patológico, cuando no heredero directo de las perversas heroínas de Bette Davis.
Son productos, los que nos llegan hoy, tocados por un gusto exclusivamente homosexual que no pide excusas, ni seguramente las toleraría. Sin embargo, en Sebastiane –el primero de estos filmes–, el homosexualismo, dado como matter of fact, navega curiosamente hacia una peligrosa cursilería. En Ocaña, Retrat Intermitent, el gusto homosexual favorece lo que algún crítico –creo que Guarner– ha llamado el primer retrato auténtico de la España del posfranquismo. Como cine que pueda interesarnos, como testimonio que pueda conmovernos, el filme de Ventura Pons gana por puntos a los retorcidos, imaginarios orgasmos del protomártir de Narbona.
Ya produje, hace más de un año, cuando su estreno en Londres, un par de páginas sobre Sebastiane, tema que me es particularmente afín, como el lector de algunos libros míos (especialmente La torre de los vicios capilares y Mundo macho) tendrá la bondad de recordar. Uno de mis cuentos sobre las posibles correspondencias entre el martirio y el orgasmo data –¡ya!– de 1967, y se llamaba, justamente, Los Mártires. Con lo cual si, como se ha escrito, aporté algo nuevo a la literatura peninsular de aquel tiempo, no lo aportaba a la historia de las percepciones sadomasoquistas en su totalidad. La tendencia a encontrar en el desnudo de los mártires un punto de escape para una estética gay, ya viene del Renacimiento, si no de antes. Cierto que el cuerpo asaeteado del protomártir fue glorificado hasta la saciedad, pero también la escultura clásica había encontrado en el tormento una de las más altas representaciones del pathos. Ahí está Marsias, despellejado vivo, fuente de energía arrebatadora, en la escultura que se conserva en el romano museo del Campidoglio; no digamos, ya, el célebre grupo de Lacoonte. E cosí via...
El Sebastián inglés no va, ciertamente, por el lado del heroísmo; es, por decirlo de algún modo, un cuerpo que se acerca a los modelos de revistas gay power antes que a los atléticos centuriones invocados –no por casualidad– en los textos del cronista Eusebio. El Sebastián inglés dejó de entrenar en las palestras del Campo de Marte y paseó, sin duda, por alguna sauna de Amsterdam. Puestos a romper mitos acreditados, incluso se marca una insólita Danza del Sol –creo recordar– que haría la envidia de Isadora Duncan y su hermanito.
Si a Sebastián se le quita el contenido homosexual (su aspecto más audaz) queda al descubierto toda la cursilería a que me he referido antes: solicitado de amores por un centurión libidinoso, el soldado-danzarín no hace sino incorporar una situación que han vivido todas las grandes heroínas del melodrama. Este Sebastián no es sino la contrafigura de aquella Ciega de Sorrento o aquella Sepultada viva, asediadas por la codicia de marqueses perversos. Como recreación de un prototipo heroico acreditado no puede pedirse más. Y todo amante de lo kistch sabrá aplaudir aquel momento en que Sebastián rechaza a su macho hambriento con un «nunca seré tuyo, nunca». En latín, por supuesto. Es decir: con el envoltorio seudocultural necesario para que al contemplar estas situaciones no nos acordemos de Corín Tellado.
De Ocaña, la película de Ventura Pons, habrá que decir mucho, y la fascinación que ejerció sobre la crítica francesa, en el pasado Festival de Cannes, se explicará, calidades aparte, gracias al exotismo del personaje: esto como mínimo. Curiosamente, teniendo todas las bazas para caer en un kistch acaso más estrepitoso que el de Sebastiane, se salva limpiamente gracias al manejo que Ocaña-personaje ha hecho siempre del kistch. De como, adaptando una serie de mitos dados, que van desde Juanita Reina a la Macarena, Ocaña realiza una pequeña obra maestra cotidiana, reencarnando toda una tradición homosexual; hasta ahora críptica por razones obvias.
A estas alturas se sabrá en Madrid quién es Ocaña, eje de lo que la publicidad anunció como el primer filme catalán hablado en andaluz. Y sabrá también Madrid un período concreto de la pequeña historia de Barcelona, en que se respiró libertad y se vivió plenamente. La capacidad aglutinadora que tiene mi ciudad –en esto, un poco alejandrina– se reveló, a la muerte de Franco, con todos los arrojos posibles. Recuperar la calle –por un breve momento de gloria– significó recuperar la fantasía: cualquiera que sea el significado que demos a la palabra imaginación, es evidente que se dio en Barcelona, y que allí permanece, todavía agazapada, a pesar de múltiples trabas recientes. (Entre ellas, la prohibición de tenderetes y timbas nocturnas en las Ramblas: el suculento mercado de lo imprevisto que diese a esta vía, el pasado verano, su tono único en toda Europa).
Ocaña fue popular como figura de esta Rambla en fiesta permanente y como representación máxima de lo más imaginativo de la contracultura. Insisto en la significación liberalizadora del personaje, que, por otro lado, no fue exclusiva suya. Ni tampoco creo que fuese a beneficiarse de la moda del travestismo, a no ser que tomemos el término en su justa acepción italiana y barroca de disfraz. La diferencia me parece importante: el travestí fue revulsivo antes de convertirse en moda. Una vez incorporada su figura al comercio habitual de las revistas más o menos eróticas que nos invaden, se convirtió en un fenómeno todo lo más divertido. Cuando en cierta revista conté el número diez de transexual desnudo, que exhibía ostentosas tetas y rubicundo pene, para sorpresa de timoratos, entoné un justo réquiem por los antiguos mitos. Decididamente, la nostalgia del andrógino ideal pierde puntos cuando se la encuentra colgada semanalmente en un quiosco.
El travestismo de Ocaña, como se ve en el filme, no invoca –o no solía invocar– el lanzamiento publicitario, la explotación comercial. Era, por el contrario, un relicario de mitologías populares, con meca en Andalucía. No es extraño que entre el repertorio caro a la percepción homosexual de los últimos cuarenta años hayan figurado con preferencia las heroínas de Concha Piquer y sus sucedáneas. Ni que haya sido precisamente el mundo homosexual el público más adicto a fenómenos tan significativos como Sara Montiel.
¿Frivolidad a secas? No creo, por cuanto una de las características más singulares de esas coplillas magistrales ha sido su patetismo, refugio bien adecuado para seres tan marginados, para sueños imposibles. Y ello no ha de ir en detrimento de este pequeño arte que es la tonadilla; por el contrario, grande es su mérito, si sirvió para tantos consuelos.
Ocaña –que en una entrevista se autocalificaba de «diosa Ocaña»– reproduce en su pequeño mito ramblero el catálogo esencial de aquel patetismo, desbordado para el siglo en un grito de libertad. Con esta figura insólita, que el filme de Ventura Pons desmenuza, uno tiene la sensación de que el franquismo murió definitivamente. La agresividad del filme tiene la altura de un manifiesto, jamás de una masturbación para amateurs, al estilo del Sebastiane inglés. Se tiene la sensación, con Ocaña, de asistir a una suntuosa vomitada, donde toda una cultura largo tiempo reprimida se manifiesta, acaso sin contención, acaso sin medida. Y es obvio que, después de la larga noche de cuarenta años, la medida justa sería punto menos que imposible.
Terenci Moix
Publicación: EL PAÍS
Fecha: ¿?/07/1978
Página: ¿?
Autor: TERENCI MOIX
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